Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XIV


Lo que pasaron los dos españoles en su viaje hasta que llegaron al real



Estos dos esforzados y animosos españoles no solamente no huyeron el trabajo, aunque lo vieron tan excesivo, ni temieron el peligro, aunque era tan eminente, antes, con toda facilidad y prontitud, como hemos visto, se ofrecieron a lo uno y a lo otro, y así caminaron las primeras cuatro o cinco leguas sin pesadumbre alguna, por ser el camino limpio, sin monte, ciénagas ni arroyos y por todas ellas no sintieron indios. Mas, luego que las pasaron, dieron en las dificultades y malos pasos que al ir habían llevado, con atolladeros, montes y arroyos que salían de la ciénaga mayor y volvían a entrar en ella. Y no podían huir estos malos pasos porque, como no había camino abierto ni ellos sabían la tierra firme, érales forzoso, para no perderse, volver siguiendo el mismo rastro que los tres días pasados al tino de lo que reconocían haber visto y notado a la ida.

El peligro que estos dos compañeros llevaban de ser muertos por los indios era tan cierto que ninguna diligencia que ellos pudieran hacer bastara a sacarlos de él, si Dios no los socorriera por su misericordia mediante el instinto natural de los caballos, los cuales, como si tuvieran entendimiento, dieron en rastrear el camino que al ir habían llevado, y, como podencos o perdigueros, hincaban los hocicos en tierra para rastrear y seguir el camino; y, aunque a los principios, no entendiendo sus dueños la intención de los caballos, les tiraban de las riendas, no querían alzar las cabezas, buscando el rastro, y para lo hallar, cuando lo habían perdido, daban unos grandes soplos y bufidos, que a sus dueños les pesaba, temiendo ser por ellos sentidos de los indios. El de Gonzalo Silvestre era el más cierto en el rastro y en hallarlo cuando lo perdían. Mas no hay que espantarnos de esta bondad ni de otras muchas que este caballo tuvo, porque de señales y color naturalmente era señalado para, en paz y en guerra, ser bueno en extremo, porque era castaño oscuro, peceño, calzado el pie izquierdo y lista en la frente, que bebía con ella: señales que en todas las colores de los caballos, o sean rocines o jacas, prometen más bondad y lealtad que otras ningunas, y el color castaño, principalmente peceño, es sobre todos los colores bueno para veras y burlas, para lodos y polvos. El de Juan López Cacho era bayo tostado, que llaman zorruno de cabos negros, bueno por extremo, mas no igualaba a la bondad del castaño, el cual guiaba a su amo y al compañero. Y Gonzalo Silvestre, habiendo reconocido la intención y bondad de su caballo, cuando bajaba la cabeza para rastrear y buscar el camino, lo dejaba a todo su gusto sin contradecirle en cosa alguna, porque así les iba mejor. Con estas dificultades, y otras que se pueden imaginar mejor que escribir, caminaron sin camino toda la noche estos dos bravos españoles, muertos de hambre, que los dos días pasados no habían comido sino cañas de maíz que los indios tenían sembrado, e iban alcanzados de sueño y fatigados de trabajo; y los caballos lo mismo, que tres días había que no se habían desensillado, y a duras penas quitándoles los frenos para que comiesen algo. Mas ver la muerte al ojo si no vencían estos trabajos les daba esfuerzo para pasar adelante. A una mano y a otra de como iban dejaban grandes cuadrillas de indios que a la lumbre del mucho fuego que tenían se parecía como bailaban, saltaban y cantaban, comiendo y bebiendo con mucha fiesta de su gentilidad o platicando de la gente nuevamente venida a su tierra, no se sabe, mas la grita y algarada que los indios tenían, regocijándose, era salud y vida de los dos españoles que por entre ellos pasaban, porque, con el mucho estruendo y regocijo, no sentían el pasar de los caballos ni echaban de ver el mucho ladrar de sus perros que, sintiéndolos pasar, se mataban a ladridos. Lo cual todo fue Providencia Divina, que, si no fuera por este ruido de los indios y el rastrear de los caballos, imposible era que por aquellas dificultades caminaran una legua, cuanto más doce, sin que los sintieran y mataran.

Habiendo caminado más de diez leguas con el trabajo que hemos visto, dijo Juan López al compañero: "O me dejad dormir un rato, o me matad a lanzadas en este camino, que yo no puedo pasar adelante ni tenerme en el caballo, que voy perdidísimo de sueño". Gonzalo Silvestre, que ya otras dos veces le había negado la misma demanda, vencido de su importunidad, le dijo: "Apeaos y dormid lo que quisiéredes, pues, a trueque de no resistir una hora más el sueño, queréis que nos maten los indios. El paso de la ciénaga, según lo que hemos andado, ya no puede estar lejos, y fuera razón que la pasáramos antes que amaneciera, porque si el día nos toma de esta parte es imposible que escapemos de la muerte."

Juan López Cacho, sin aguardar más razones, se dejó caer en el suelo como un muerto, y el compañero le tomó la lanza y el caballo de rienda. A aquella hora sobrevino una grande oscuridad y con ella tanta agua del cielo que parecía un diluvio. Mas, por mucha que caía sobre Juan López, no le quitaba el sueño, porque la fuerza que esta pasión tiene sobre los cuerpos humanos es grandísima, y, como alimento tan necesario, no se le puede excusar.

El cesar el agua y quitarse el nublado y parecer el día claro, todo fue en un punto, tanto que se quejaba Gonzalo Silvestre no haber visto amanecer, mas pudo ser que se hubiese dormido sobre el caballo tan bien como el compañero en el suelo, que yo conocí un caballero (entre otros), que caminando iba tres y cuatro leguas dormido sin despertar, y no aprovechaba que le hablasen, y se vio algunas veces en peligro de ser por ello arrastrado de su cabalgadura. Luego que Gonzalo Silvestre vio el día tan claro, a mucha prisa llamó a Juan López, y porque no le bastaban las voces roncas, bajas, y sordas que le daba, se valió del cuento de la lanza y lo recordó a buenos recatonazos, diciéndole: "Mirad lo que nos ha causado vuestro sueño. Veis el día claro que temíamos, que nos ha cogido donde no podemos escapar de no ser muertos a manos de los enemigos."

Juan López subió en su caballo, y a toda diligencia caminaron más que de paso, corriendo a media rienda, que los caballos eran tan buenos que sufrían el trabajo pasado y el presente. Con la luz del día no pudieron los dos caballeros dejar de ser vistos por los indios, y en un momento se levantó un alarido y vocería, apercibiéndose los de la una y otra banda de la ciénaga con tanto zumbido y estruendo y retumbar de caracoles, bocinas y tamborinos, y otros instrumentos rústicos, que parecía quererlos matar con la grita sola.

En el mismo punto aparecieron tantas canoas en el agua que salían de entre la anea y juncos que, a imitación de las fábulas poéticas, decían estos españoles que no parecía sino que las hojas de los árboles caídas en el agua se convertían en canoas. Los indios acudieron con tanta diligencia y presteza al paso de la ciénaga que cuando los cristianos llegaron a él, ya por la parte alta los estaban esperando.

Los dos compañeros, aunque vieron el peligro tan eminente que al cabo de tanto trabajo pasado en tierra les esperaba en el agua, considerando que lo había mayor y más cierto en el temer que en el osar, se arrojaron a ella con gran esfuerzo y osadía, sin atender a más que a darse prisa en pasar aquella legua que, como hemos dicho, la tenía de ancho esta mala ciénaga. Fue Dios servido que, como los caballos iban cubiertos de agua y los caballeros bien armados, salieron todos libres sin heridas, que no se tuvo a pequeño milagro según la infinidad de flechas que les habían tirado, que uno de ellos contando después la merced que el Señor, particularmente en este paso, les había hecho de que no les hubiesen muerto o herido, decía que, salido ya fuera del agua, había vuelto el rostro a ver lo que en ella quedaba y que la vio tan cubierta de flechas como una calle suele estar de juncia en día de alguna gran solemnidad de fiesta.

En lo poco que de estos dos españoles hemos dicho, y en otras cosas semejantes que adelante veremos, se podrá notar el valor de la nación española que, pasando tantos y tan grandes trabajos, y otros mayores que por su descuido no se han escrito, ganasen el nuevo mundo para su príncipe. Dichosa ganancia para indios y españoles, pues éstos ganaron riquezas temporales y aquéllos espirituales.

Los españoles que en el ejército estaban, oyendo la grita y vocería de los indios tan extraña, sospechando lo que fue y apellidándose unos a otros, salieron a toda prisa al socorro del paso de la ciénaga más de treinta caballeros.

Delante de todos ellos un gran trecho, venía Nuño Tovar, corriendo a toda furia encima de un hermosísimo caballo rucio, rodado, con tanta ferocidad y braveza del caballo, y con tan buen denuedo y semblante del caballero que, con sola la gallardía y gentileza de su persona, que era lindo hombre de la jineta, pudo asegurar en tanto peligro los dos compañeros. Que este buen caballero, aunque desfavorecido de su capitán general, no dejaba de mostrar en todas ocasiones las fuerzas de su persona y el esfuerzo de su ánimo, haciendo siempre el deber por cumplir con la obligación y deuda que a su propia nobleza debía, que nunca el desdén con toda su fuerza pudo rendirle a que hiciese otra cosa, que la generosidad del ánimo no consiente vileza en los que de veras la poseen. A que los príncipes y poderosos que son tiranos, cuando con razón o sin ella se dan por ofendidos, suelen pocas veces, o ninguna, corresponder con la reconciliación y perdón que los tales merecen, antes parece que se ofenden más y más de que porfíen en su virtud. Por lo cual, el que en tal se viere, de mi parecer y mal consejo, vaya a pedir por amor de Dios para comer, cuando no lo tenga de suyo, antes que porfiar en servicio de ellos, porque por milagros que en él hagan no bastarán a reducirlo en su gracia.